viernes, 5 de enero de 2018

Celia

Celia, algunas veces, cuando pienso en ti, me acuerdo de ese texto que escribiste en el facebook sobre tener orgasmos después de haberte convertido en mamá. Recuerdo que decías que te sabían más y mejor porque hay tan poca energía y tiempo para hacer nada que no sea ser mamá, que el hecho de ser raros los volvía más valiosos. Y una fracción de segundo después de tener todo esto en mi mente por un instante (porque el recuerdo ya no viene lineal, como se lee un texto, sino todo junto, de golpe, como un olor o un sabor, porque ya no es pensamiento: es una emoción), después de recrear tus palabras y tu audacia, mi corazón entra en un hoyo negro. Un túnel que mi cabeza sabe que tiene salida, pero mi corazón no y no sabe cómo salir de ese luto cegador. Me acuerdo que estás muerta y que nunca más vas a volver a escribir cosas así de intrépidas y que yo me he quedado sin otra alma tan honesta y tan desabochornada con la cual describir mis demonios y susurrar la palabra orgasmo.

Celia, quiero que me disculpes, pero he tomado la decisión de que el siguiente párrafo debe hablar de tu asesino. Creo que es importante que no se olvide. Que se tenga presente siempre. Que la certeza de todos lo entierre en la culpa y la vergüenza pero nunca en el anonimato.  Oscar Ariel Cienfuegos te mató, Celia. Tu marido. El hombre con quien hacía poco habías decidido formar una familia. Y el hombre del que también hacía poco habías decidido divorciarte.

Conocí a tu esposo de una forma muy incómoda y rara. Cuando mi hija tenía como dos o tres meses de edad, yo empecé a ir a caminar, cargando a mi bebé con un fular, a un camino de tierra semi despoblado que corre al lado del río Pitillal. Si uno va "a buena hora" (por las mañanas, entre 7 y 10; por las tardes, entre 5 y 7) encuentra a mucha gente haciendo ejercicio. Si no, es posible que seas el único ser humano en la vereda. O peor, que encuentres a otro peatón o a un grupo de transeúntes con malas intenciones. Con demasiada frecuencia yo iba a mala hora, porque recuerdo vagamente que me resultaba muy complicado salir de casa temprano con la niña tan chiquita. No sé exactamente por qué. Así que de por sí, en general, iba yo medio asustada a hacer ejercicio. Siempre con el pendiente, como dicen las mamás y las abuelitas. Y uno de esos días, caminando ya de regreso a mi casa, sentí la presencia de un hombre cerca de mi cuerpo. Yo, preocupada, hice lo que consideré más sabio y en lo que soy experta: me hice pendeja. Pero sin ignorarlo. Bien presente, lo tenía, pero fingiendo que no existía en mi panorama su presencia, que yo rogaba por que fuera insignificante. Y tu marido, tu asesino, me miraba de vez en vez. Y yo no sabía que era tu esposo, y tampoco sabía que te iba a matar. Sabía que no era mi esposo. Pero tampoco sabía que no me iba a matar a mí. Finalmente fue él quien rompió el silencio con el que yo me sentía cada vez más tensa e, inesperadamente, lo que dijo me relajó. Qué ilusa, pienso ahora. ¿Y sabes qué me dijo? Me dijo "mi esposa también carga a nuestra bebé en un fular". ¡Tiene esposa este hombre! ¡Y tiene una bebé! Eso pensé yo. En ningún momento se me ocurrió pensar que podría e iba a matar a su esposa y dejar a su hija huérfana. Cargando el estigma de una madre muerta y un padre asesino. "¿Quién es tu esposa?", le pregunté yo inmediatamente, sonriendo todavía con cierta incomodidad pero también con un alivio innombrable, sintiendo que me salvaba de un secuestro, una violación o una muerte. "Celia", me dijo. Y yo pensé "¿Celia? ¿La muchacha que administra el grupo de facebook de mamás que portean, amamantan y usan pañales de tela? ¿La chica que conocí en la reunión para romper el récord mundial de mujeres amamantando simultáneamente en el mundo? "¡Celia, claro!", le contesté, contenta de saber que una mujer tan llena de simpatía y calor y luz fuera la compañera de ese desconocido. Intercambiamos algunas palabras y cada quien se fue por su camino. No supe en ese momento que él era un agente de la Procuraduría General de la República y que unos meses después estaría huyendo de quien fue su jefe y sus compañeros de trabajo. Lo que sigo sin saber ahora es hasta qué punto fue precisamente su trabajo lo que lo perfiló para hacer algo tan vil. Lo que sigo sin saber es cuántos y quiénes de sus colegas saben dónde está y qué hace y cuánto dinero le mandan para vivir cada mes y de qué modos lo esconden y lo protegen del que debería ser su castigo, su destino. No sé quiénes son sus amigos, y a quiénes han matado u ordenado matar esas joyas que seguramente tiene por amistades.

Y después de pensar en todo esto un rato, en la rata de dos patas que te mató con plomo porque no se quería divorciar, porque probablemente le dijiste palabras que hirieron su orgullo de macho, porque no sabías quedarte callada ni ser sumisa, porque ya no querías nombrarte su esposa ni un día más, después de pensar en Oscar Ariel Cienfuegos y la sensación tan desagradable que experimenté cuando lo conocí, pienso en ese desayuno que compartimos tú, Fanny y yo en Lukumbé. Me aferro a ese desayuno porque fue la única vez en que tú y yo convivimos en persona y fue tan corto y tan insuficiente porque teníamos tantas y tantas cosas qué contarnos y yo encontré, insospechadamente, una hermana del alma en ti. ¡La libertad con la que hablabas y te quejabas! ¡Los temas que escogías! ¡Era tan refrescante encontrar una mamá honesta y neurótica y enloquecida! Me acuerdo que esa vez te quejaste de tu esposo. Que fue un patán en el embarazo. Tanto así que tomaste la firme decisión de no volver a tener hijos y a pesar de ser tan joven y de que todo mundo (doctores incluidos) se opusieron a tu deseo, te operaste para infertilizar tu cuerpo. Carajo, Celia. Pienso en ti y me dan escalofríos. Te me presentas como una de esas mujeres icónicas, arquetípicas, que no permiten que nadie dicte el rumbo de sus pasos.

Pero cómo haber sabido que te iba a quitar la vida. Justo antes de bajarnos del coche, Fanny y yo llorábamos por nuestros propios matrimonios. Y aquí seguimos, en el valle de lágrimas. Me pregunto qué pensarías de esta metáfora, dado que eras Testigo de Jehová. Me pregunto también qué pensaría tu comunidad religiosa sobre tu muerte. Me lleno de enojo sólo de considerar que te culparían a ti por tener ese arrojo, esa falta de vergüenza.

Poco después de tu feminicidio me apareció en el Instagram una foto tuya. Fue como un terremoto interno. ¿Cómo era posible? Te confieso que a veces te extraño tanto que quisiera creer en la posibilidad de regresar del mundo de los muertos. Y esa vez del Instagram, como una niña sin criterio o pensamiento lógico, pensé "quizás está viva de nuevo. Quizás nunca se murió". Y luego me hundí en una tristeza húmeda y fría.

También pienso en ocasiones en otro texto que escribiste en el facebook en el que te quejabas de que todo mundo señalara lo flaca que estabas. Básicamente, muy a tu modo, mandabas a todo mundo a chingar a su madre por entrometidos. Y no sé ya si fue el mismo texto, pero también tengo muy presente que poquísimo antes de tu última palpitación, uno o dos días antes, declarabas públicamente que por fin te estabas recuperando a ti misma. Que ya no te permitirías caer de nuevo en el abandono. Que continuarías con tu pasión y compromiso por el pole fitness (también me pregunto qué pensaría de esto tu comunidad de Testigos de Jehová: ¿quiénes o cuántos te llamarían puta, o por lo menos teibolera?). No querías nomás estar flaca. Querías estar fuerte. Querías divertirte. Querías gozar. Querías tu cuerpo y querías tu vida. Y tu Dios no te lo permitió. Y entonces me lleno de enojo ante esa idea. Qué Dios tan culero, tan borracho, tan descuidado, que permitió algo así.

Y bueno, Celia, discúlpame también porque apenas en este párrafo te agradezco por la inmensidad de tu ser. Porque siempre te tomabas tiempo y energía para ayudar a las nuevas mamás, tan llenas de dudas siempre. Te esforzabas por conseguir información, por conectar gente, por sacar de errores, por intentar erradicar la cultura de la automedicación. Gracias porque tu honestidad nos permitía a las demás encontrarnos en tus palabras, sincerarnos, aceptarnos. Gracias por ser rebelde (como esa vez en que me morí de miedo y de risa cuando vi tu post en facebook en el que contabas que después de que se durmió tu bebé te saliste a comprar una hamburguesa callejera y al regresar ella estaba despierta y hecha un mar de lágrimas y se te enfrió la hamburguesa y todo fue un desastre), gracias por darnos el ejemplo de cómo ser una mujer adulta, una madre, que se permite la travesura. Gracias por tu fe ciega en Dios (aunque me pregunto qué opinión tendrías de la divinidad conociendo, como conozco yo, la historia de tu vida y la de tu muerte. Me pregunto si también mandarías a Dios a chingar a su madre). Gracias también por ese texto en el que hablabas de que no te arrepentías de haber dejado a tu bebé en otras manos y así perderte momentos preciosos e irrecuperables de su vida por irte a trabajar, porque eso te daba un poder y una fuerza y una independencia y una energía y un valor de los cuales te enorgullecías. Gracias por esa sonrisa con la que nos iluminabas a todos a tu alrededor. Gracias por las fotos que subías a Instagram y a Facebook en las que sales con unos tacones altísimos y maquillada y ropa hermosa. Porque ser una mamá guapa es también, a veces, una forma de rebeldía.      

Cuando voy a Tepic y paso cerca de la que era tu casa, el vacío se hace aún más grande. Mi impulso irracional de creerte viva persiste, y se me antoja ir a timbrar a la puerta, echarte un grito, llevar un six y contarte que a veces no aguanto a mi marido, que a mí también todo mundo me dice flaca o me preguntan que si estoy bien, que me fastidia no poder ponerme toda mi ropa porque todavía no desteto a mi hija, pero que el placer de amamantar todavía es mayor que el de la vanidad. Todo esto me gustaría contarte. Todo. Y entonces vuelvo a la realidad del tráfico y la mugre y la rutina y tu muerte y entre mi fantasía y el presente se abre un abismo insalvable. Me ahoga la certeza de tu muerte.

¿Y sabes qué me duele muchísimo también de todo esto? Que nunca nos despedimos. No pude ir a tu velorio ni a tu funeral a decirte adiós. No pude echarte una mirada cómplice o despedirme de tu cabello pintado de púrpura. Nomás me quedé a la distancia llorando como hace años que no lloraba. Me quedé arrinconada en una esquina de mi habitación pensando en cómo sería que la lechita se te secaría en tus pechos que ahora estarían ya fríos. Me quedé petrificada pensando en el terror que habrás sentido de tu esposo cuando lo viste sacar la pistola. El mismo miedo que sentí yo del mismo hombre, pero multiplicado por mil millones. Me quedé catatónica imaginando que en tus últimos respiraciones estarías pensando en la orfandad de tu bebé. Después de todos tus esfuerzos, toda tu convicción, terminarías por yacer muerta en un pedazo de tierra de una de las calles más transitadas de la capital nayarita a plena luz del día. Desangrada. Llena de espanto, de rabia, de frustración, de imposibilidad.

Hicimos una reunión en una playa de Puerto Vallarta, para platicar e intentar sobreponernos a la consternación de tu asesinato. Fuimos una decena de mujeres, más o menos. La mayoría teníamos los ojos llenos de agua, la voz cortada, la mirada perdida. Poco pudimos decir porque nos cayó encima la lluvia. Pero lo que sí nos dijimos es que nos cuidaríamos, nos preguntaríamos, nos reuniríamos, nos apoyaríamos. La mayoría de las que estábamos ahí no te conocíamos muy bien. Éramos parte de tu tribu digital de apoyo entre madres, y nada más en la mayoría de los casos. ¿Pero sabes por qué nos reunimos y por qué necesitábamos apoyo, Celia? Porque tú eras como nosotras. Eras una mujer joven, una empleada, una mamá. Y cuando te mataron, cuando te mató tu esposo, nos mató también a nosotras. Convirtió a nuestro marido en un sospechoso, en una funesta posibilidad. Volvió a nuestros bebés posibles huérfanos.

El día que te mataron hubo un terremoto en la capital del país, Celia. Como el del '85. La gente corría y aullaba buscando tierra firme y consuelo y sentido. Y en posición fetal, yo hacía lo mismo. Se me fue el piso y el norte, la esperanza, la realidad, todo de un golpe. ¿Y sabes por qué tanta agonía, Celia? Porque nunca me habían matado a un alma gemela. Nunca me había arrancado la vida un pedazo tan importante de mi identidad, de mi seguridad, de mi consuelo. No, no éramos grandes amigas tú y yo, Celia. Éramos mucho más que eso. Yo me veía y me encontraba en ti. Y desde que te asesinaron, me he quedado un poco ciega, un poco perdida. No logro dar pie con bola. Ni siquiera consigo encontrar las palabras adecuadas para esta carta.

Te quiero, Celia. Aquí estás conmigo.

jueves, 19 de enero de 2017

Perforafora y tatuadora profesional

Elizabeth (¿o Elisabeth?) es dueña del primer negocio de tatuajes y perforaciones que se estableció en Puerto Vallarta, hace 21 años. Su brazo derecho está lleno de tatuajes. No así el izquierdo. Tiene una perforación en la aleta derecha de la nariz, igual que yo, y el pelo negro y ondulado suelto hasta la cintura. Trae puesta una camiseta de Marilyn Monroe que tiene algunas de las mismas fotos que están exhibidas en el área de perforaciones. Se nota que le gusta esta leyenda hollywoodense. Tiene los ojos y la voz llenos de una dulzura maternal. Es madre de dos hijos gemelos que ahora tienen 24 años. Uno de ellos anda por ahí, igual que su perra, una Chihuahua llamada Cleopatra y que su marido, un gringo al que no se le entiende nada cuando intenta hablar en español y que se parece a John Lennon, tanto físicamente como en espíritu. De hecho, ella tiene un aire de Yoko Ono. En una de las paredes cuelga una foto de ella abrazada de un hombre joven que le enseñó en Estados Unidos a perforar los genitales. Me explica que si un clítoris no mide mínimo seis milímetros no puede ser perforado porque se corre el riesgo de que pierda su sensibilidad. Qué cosa tan terrible: un clítoris insensible. Justo antes de que me perfore ambas orejas me explica un ejercicio de relajación. Lo hago y recuerdo los años de mi primera adolescencia, en el consultorio del dentista, cuando me iba a extraer dientes al son de un jazz neoyorkino. Elizabeth me introduce una aguja y la siento perforar cada capa de carne. Lo puedo visualizar en mi mente. Todo esto mientras escuchamos música clásica. Parecen notas del siglo XIX, mucho piano. Ah, los románticos. Me hace sentido que a una perforadora y tatuadora profesional le gusta el romanticismo. Quizás en su adolescencia se sentía atraída hacia el suicidio. Quién sabe, a lo mejor uno de sus tatuajes es una rosa muerta o una lágrima. Una vez que terminó el proceso, me siento en un sillón al lado del cual hay un letrero que dice: Estrictamente prohibido hacerse pendejo en este lugar. Me incomodo. Soy experta en eso que me están prohibiendo. Me distrae la voz de Elizabeth, que comienza con la lista de recomendaciones para sanar mis orejas. No son las últimas perforaciones que me quiero hacer, y salgo del lugar convencida de que volveré con esa mujer, mitad defeña y mitad pata salada, para todas las que siguen.

miércoles, 18 de enero de 2017

Vecinas

Llego a la esquina del parque y veo que un vecino con el que he platicado en un par de ocasiones (sé que apoya a Trump, que cree que los refugiados sirios deberían de regresar a su país y que son terroristas, que cree en los alienígenas y que en diciembre entraron a robar dos veces a su casa, entre otras cosas) está conversando con tres mujeres y me está señalando con el dedo. Todas me voltean a ver y levanto la mano con la palma abierta y dibujo una sonrisa perezosa en la cara. Quiero ser amable pero me siento incómoda. ¿Por qué me están dando tanta atención?

Descubro cuando me acerco que el vecino trumpista ha confundido al bebé de una de sus interlocutoras con la mía. La mujer que pasea una carreola se mueve sin descanso de un lado a otro. Pasea al bebé como si su vida dependiera de ello. Me atrapa en cuanto me aproximo y comienza a moverse alrededor mío como una mosca a la hora de la comida. Me pregunta que de dónde es mi marido y que por qué es güera mi hija. Luego le hace saber a otra de las presentes que, como el suyo, mi esposo también es canadiense. Me pregunta que de dónde soy yo y me cuenta en un respiro que una mujer que vivía por ahí cerca es también de la capital nayarita pero su marido, con el que tuvo dos o tres hijos, la dejó por una 20 años menor y se mudó de casa y ya no vive ahí y qué lástima porque se llevaban súper bien pero no se puso tonta porque demandó al marido y le sacó una camioneta nueva y una casa y ella es la mamá de Carolina mi vecina y me confiesa que a veces escucha llorar a mi hija hasta su casa. "¡Tú eres la mamá de la bebé que llora!", me comparte con la emoción de un científico que por fin descubre la respuesta de un enigma.

En otro respiro se excusa y me dice que tiene que continuar caminando y meciendo al niño para poder dormirlo. Me quedo con el amante de la vida extraterrestre y las otras dos mujeres. Una de ellas, alta y flaca y jovencita como súper modelo, tiene acento extranjero. Ya me había hablado de ella el vecino xenófobo. Me había contado que, como él, ella también tiene un perro siberiano. Descubro que la mascota se llama Ghost y que ella tiene 23 años y su marido 45 y están casados desde el 22 de diciembre pero viven en esta ciudad desde junio pero acaban de mudarse a dos puertas de mi casa porque un narco vecino de la otra colonia donde vivían los amenazó de muerte. Su esposo está jubilado, ella está buscando trabajo porque se aburre. Me dice que él es de Monte Real (y no de Montreal) y que nunca la ha llevado a su país natal y que tampoco nunca ha visto la nieve. Ella le pidió que le llevara en diciembre y él le contestó que estaba loca. Se conocieron en una fiesta en un antro en Ecuador en 2015 aunque ella es venezolana. Dice que no quiere hijos y de pronto aparece de nuevo la mamá de Carolina agitando compulsivamente la carriola en la que viaja su nieto y le dice que está muy joven, a lo que ella contesta reconociendo que es cierto y abriendo la posibilidad de cambiar de opinión. Le digo yo que se llevan muchos años de diferencia ella y su cónyuge, nueve más de los que hay entre el mío y yo, y la mamá de Carolina vuelve a intervenir para decir que en el caso de ella se nota más porque ella está chica. Sólo hay cinco años de diferencia entre la sudamericana y yo, pero a juicio de la abuela paseadora, yo ya estoy grande.

La tercera mujer guarda silencio y escucha todas las historias, observa todos los detalles. Sólo sé que sentada junto a la extranjera se ve aún más bajita y gorda de lo que es, y que la cachorra que juega a su alrededor es una pastora belga y no alemana. El vecino participa cada que puede para hablar de lo barato que es ir a Cancún o a California, o de lo humanamente imposible de Machu Picchu o las pirámides de Egipto. Menciona de paso que tiene cuatro hijas. Las quiero conocer a todas y dejar constancia de ello en esta bitácora.

martes, 17 de enero de 2017

Canadienses

Las dos tienen el pelo naturalmente amarillo, lacio y finito, aunque a una le cuelga hasta la cadera y a la otra no le toca la nuca. Ambas llevan el color del cielo en los ojos. Una es trotamundos y ha visto las nubes y las estrellas en casi todos los continentes. La otra es una atleta retirada y ha corrido maratones a esa hora en que el firmamento no es azul sino durazno, melón, mandarina, sandía, coral.

Una acaba de cumplir 31 años y es maestra de yoga, la otra está en sus cincuenta y es mamá de un adolescente. La primera baila y se ríe y nada en el océano pacífico. La segunda tiembla de vez en cuando de puros nervios, resabio de los años en su juventud cuando era presa de ansiedad social.

Ninguna usa maquillaje y en su rostro franco descubro las sutilezas que se me escapan con la lengua: con ambas me comunico en inglés. Con una de ellas hablo sobre el maravilloso bienestar producto de la meditación y con la otra sobre lo difícil que es la lactancia y la maternidad. Y aunque en algún sentido me resultan completamente diferentes y extrañas, la realidad es que me encuentro a mí misma en ambas.

miércoles, 4 de enero de 2017

En la frutería

Hoy conocí a Deisy (¿Daisy, Deisi?). Bueno, no: ya la conocía, pero no sabía que ese era su nombre. Es una jovencita de más o menos 25 años que junto con su esposo es dueña y cajera de una frutería en el barrio de mi mamá. La joven pareja rentó una casa en la misma colonia, a unas calles de mi casa materna, y en el espacio pensado para ser la cochera ellos acondicionaron para convertirlo en un negocio. Su esposo tiene una camioneta pickup vieja, color zacate, en la que va a recoger los comestibles para abastecer la tienda. Si uno tiene un pedido especial lo tiene que hacer un día antes y dejar un anticipo. La muchacha tiene unas ojeras oscuras y profundas debajo de sus ojos verdes que resaltan sobre su tez morena y su pelo negro. Tiene tres hijos: el mayor tiene dos años y cuatro meses; el de en medio, un año y tres meses, y el último, un mes. De regreso a la casa de mi mamá hice cuentas: se embarazó del segundo cuando el primero tenía cinco meses; del benjamín, cuando el anterior tenía cuatro. En algún lado leí o escuché que una mujer debería esperar por lo menos dos años entre embarazos para recuperarse por completo. Quizá sea por eso que el menor tuvo un infarto cardíaco unas horas antes de nacer, y a Deisy le tuvieron que hacer una cesárea de urgencia. Y aún así, a 33 días de haber dado a luz, está de pie en su tienda pesando la mercancía y cobrando. Quizá no puede permitirse reposar ni siquiera durante la cuarentena, a pesar de que le hicieron una cirugía para rescatar a su bebé del mundo de los muertos. Así que hoy en la mañana así la encontré, trabajando con un abrigo rojo y con los labios resecos como si viviera en una ciudad más fría que la capital nayarita. Su esposo, güero como si fuera gringo, jugaba como niño con sus hijos mayores. A ambos los montó en la caja de su camioneta: al mayor sobre un triciclo y al siguiente sobre una andadera. Él, de pie sobre la defensa trasera, agitaba el coche con todo su peso para que los niños dieran tumbos de arriba para abajo. Deisy es sonriente aunque de pocas palabras. Intuyo que su silencio esconde mucho dolor.

lunes, 2 de enero de 2017

Día de cumpleaños

Hoy es cumpleaños de la mujer que hace el aseo en mi casa. Cumple 39 años y desde hace dos su hija que acaba de cumplir la mayoría de edad la hizo abuela. Es madre de tres. El mayor la hará pronto abuela por segunda vez. Las dos menores le gritan y le avientan cosas cuando ella, según me cuenta, les pide que arreglen el cuarto o que no sean groseras. Está separada del padre de sus hijos, que durante 19 años le pegó, se acostó con vecinas que bailaban en centros nocturnos y se gastó el sueldo en borracheras, de las que llegaba en la madrugada exigiendo a gritos que su mujer le sirviera de cenar. Ahora ese hombre acaba de hacer madre a una mujer que tiene 16 años de edad, es indígena y según me cuenta la cumpleañera, no se hizo un solo ultrasonido durante los nueve meses. Que la vida llene de bendiciones a esa mujer tan buena, trabajadora, cariñosa y honesta que es.

Hace un par de horas fui al aeropuerto con mi marido para acompañarlo a recoger a un amigo suyo que va a pasar la noche en nuestra casa, en espera de otro vuelo que sale mañana hacia su destino final. Allí, como llegamos temprano, me metí en una tienda de bolsas y maletas para distraerme un rato y terminé platicando con la empleada, que tan pronto vio a mi hija quedó enamorada de ella. Me dijo que tiene 25 años, está contenta de trabajar ahí porque su casa está muy cerca y no tiene hijos pero está llena de sobrinos y a todos los consiente. El lunes es su día de descanso pero hoy tuvo que trabajar porque prefirió que su día libre fuera ayer, para recibir el año con su familia. Una semana labora por las mañanas, de 7 a 3, y otra en la tarde, de 12 a 8. Le gusta el turno matutino porque se desocupa temprano pero el vespertino ofrece la inmensa ventaja de que no tiene que levantarse de madrugada. Me preguntó que si me dolió cuando nació mi hija y me dijo que a pesar de que su comadre le dijo que después de pujar dos veces su bebé salió sin dolor, ella cree que sí duele "porque, imagínate, se te abre toda la cola". Se llama Cinthia. O Cintia. O Cinthya. O Cynthia. No lo sé. Sintia me pidió cargar a la bebé y jugó con ella frente al espejo. Me cansé de tanta plática y me despedí, para ir a darle un abrazo a mi esposo, que por ahí andaba tratando de matar el tedio.

domingo, 1 de enero de 2017

El pie izquierdo

A primera hora de la tarde me mandó un inbox una amiga de casi toda la vida. Me decía que en esa ciudad hermosa y turística donde recibió al año nuevo su corazón se encontraba destrozado. Me pedía que habláramos por teléfono. Cuando leí sus líneas me llené de tristeza y con urgencia le dije que sí. Tenía el resto de la tarde para mí sola y su voz dulce como de hada madrina sería una forma excelente de llenar el silencio. Mi amiga aún no tiene 30 años ni hijos ni un documento legal que la ate a su novio. Sin embargo, está completamente comprometida a él. De él depende económicamente y ella vive lejos de su familia para estar con él. Y con él está en esa famosa ciudad. Y él, unos minutos antes de la medianoche y la llegada del nuevo año, empezó a portarse mal con ella. Nunca le ha pegado y ella no teme que eso pase, pero parece ser que ambos reconocen que él tiene un problema para controlar sus emociones. Mi amiga está triste.

Por la tarde, cuando caminaba por el parque con mi bebé y mi perro, me topé a mi vecina y a la más pequeña de sus hijastros. Es madrastra de tres y madre biológica de ninguno. Le comenté que hacía unos días me había acordado de ella porque encontré unos artículos en internet muy interesantes acerca de ser madrastra y de las familias reconstituidas y que se los podía pasar en caso de que le interesaran. Sé que tiene algunos problemas con los dos hijos mayores de su marido, que se encuentran en la adolescencia. Me dijo que sí, que se los pasara. También me platicó de la tensión que había habido la noche anterior durante la cena de Noche Vieja y de unos comentarios atroces y viles que su esposo le hizo el día de hoy, frente a todos los menores. Mi vecina es una mujer guapísima, en sus años cuarenta, en la más glamurosa madurez. Nos despedimos frente a mi casa y ella me dijo, haciendo referencia a su situación familiar, que todo se puede arreglar. Me inspiró una profunda admiración.

Ambas mujeres me hicieron sentir acompañada y comprendida, pues igual que ellas yo comencé el año con un conflicto con mi pareja amorosa. Tantas expectativas de un año feliz y nosotras tres lo empezamos con el pie izquierdo. Espero que ellas también, como yo, lo hayan resuelto antes de irse a dormir.